Nunca lo hacía. No le daba importancia a los colores del amanecer, a que el día estuviese gris o luminoso, o a que los pájaros cantaran con más ahínco cuando mi despertador sonaba para ir al colegio. Pero esa mañana era diferente. O quizás yo me sentía diferente. Me asomé a la ventana y la ciudad se veía hermosa, el Ávila imponente, el cielo azul imposible, y el sonido de las guacharacas era un divertido escándalo.
Aquel día comenzó como cualquier
lunes: mamá me recibió en la cocina con un desayuno de banquete que yo apenas
degustaría. Papá ya tomaba su café y
leía el periódico. Nos repetía hasta el cansancio que sin un café fuerte y
aromatizado con cardamomo y las puntas de los dedos manchadas con la tinta del
periódico, no era posible triunfar en la vida. Mi hermano mayor, siempre de
buen humor ya devoraba la comida con esa sonrisa en la que desde niña conseguí
protección y complicidad.
Me esperaba también el
recipiente. Sí. El recipiente. Transparente, frío, calculador, odioso, repleto
de las 13 pastillas que yo debía ingerir todas las mañanas. El recipiente era
un recordatorio de mi leucemia. El recipiente era una mueca de la vida. Cuando
me sentía bien, lograba olvidar mi cruel
enfermedad y él, con su guiño sarcástico me la recordaba. Cuando me sentía mal,
y los dolores eran dignos de las historias de Quiroga, casi podía escuchar su
voz, la del recipiente diciendo: “¿Cruzó por tu mente que la enfermedad ya no
te habitaba? Inocente, tú”
Conté las pastillas, las tragué
amargamente y salí determinada a no prestarle atención a un muy pequeño dolor
en el abdomen. Estaba feliz. Presentaría el examen de literatura y saldría del
aula a disfrutar las últimas horas de mi último día de clase de 5to. año de bachillerato.
¿Sería esa la diferencia que sentía en mí ese día? En el trayecto hacia el
colegio repasé con papá el poema que el maestro de literatura evaluaría “Vuelta
a la patria” de Juan Antonio Pérez Bonalde. Hablábamos de los sentimientos
expresados por el poeta, de la emoción al ver la costa de la patria abandonada,
de las metáforas magistralmente utilizadas, de Caracas “odalisca rendida a los
pies del sultán enamorado”, del dolor al visitar la tumba de su madre. Mi
calificación sería excelente, había estudiado
con papá todos los detalles de aquel largo poema que él recitaba de
palmo a palmo.
Le lancé un beso y, como todas
las mañanas de mi vida, recibí su “Dios te bendiga hija”. Sonreí, y vi como se
alejaba su carro hasta que lo perdí de vista. No sé por qué lo hice. Sí. Era
definitivo, me sentía diferente.
El bullicio en el salón era
ensordecedor. Había una mezcla de sentimientos de la que, estoy segura, emanaba
un perfume. Nuestro último día de clase
olía a vainilla. Le pregunté a mis amigas si sentían aquel olor, y me
contestaban con risas que me estaba imaginando cosas. Pero ahí estaba, mi nariz
lo sentía y yo lo agradecía. La vainilla huele a infancia, a risa, a felicidad,
a dulzura. El perfume de las emociones de mis compañeros de clase era ese ¿O
no?
Comenzamos el examen justo a
tiempo. Dejé que mis ideas fluyeran y se reflejaran en lo que escribía. Me
sentía segura, acelerada, recordando las palabras de papá. Escribía con pasión,
con la fuerza que me daba saber que comenzaría una nueva vida luego de este
examen. Repentinamente sentí un dolor
que me quemaba en el abdomen, creo haber gritado, creo haber caído al piso,
pero levanté la vista y todos mis compañeros estaban concentrados en lo que
escribían. Absortos en sus evaluaciones. El maestro estaba en su escritorio. El
aroma de vainilla se hizo más fuerte.
Era extraño. Quizás el aguijonazo que sentí y que había desaparecido, me había
hecho imaginar aquello. O las benditas 13 pastillas matutinas, que a veces me
jugaban esas malas pasadas.
Terminé rápidamente de escribir
el examen cuando escuché los gritos de mi madre fuera del salón. Me puse de pie
abruptamente y coloqué el examen sobre el escritorio del maestro para salir y
ver que sucedía pero mi madre entró gritando, llorando, desconsolada. Pasó
corriendo a mi lado y siguió hasta mi pupitre. Cuando la vi agacharse y tomar
mi cuerpo inerte, pálido, sin vida, lo entendí. La leucemia me había ganado la
guerra. El dolor, el grito, la caída, y luego mi muerte. El perfume a
vainilla me invadió junto con una paz
que me hizo caminar hacia mi madre y acariciar su cabello. Yo estaría bien. La
vida se había encargado de hacérmelo saber con esos detalles diferentes que
noté en mí durante toda la mañana.
También sabía que mi madre, mi
familia, la gente que me quería estaría bien. Cuando me acerqué a mamá para
abrazarla, acariciarla, aun sabiendo que ella no lo sentiría pude ver la hoja
de mi examen. Lo último que había escrito era: “Los amo. Estoy bien. De este
lado el aire huele a vainilla”