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lunes, 28 de abril de 2014

De langostinos y pantalones tubito

“La vida o es una aventura atrevida o no es nada”
Helen Keller




De vez en cuando la necesidad de exprimirle arte a la vida cotidiana me lleva a la cocina. Soy chef con inspiración propia. No me gustan las recetas porque limitan mi imaginación. Sigo mi instinto, escucho la voz de mi paladar, me dejo llevar por los olores, por los recuerdos de algún sabor grabado en la memoria, por los colores, por lo que me provoque en el momento. Cocinar es un arte. Generalmente estos impulsos culinarios me llevan al Mercado de Chacao, lugar mágico para mí.
 
Desde que cruzo el portal, ahí donde venden esa chica única con mucha canela, me convierto en nada más que un centro de sensaciones que no piensa, solo siente: texturas, perfumes, colores y formas, sabores, sonidos. Recorro los pasillos decidiendo qué cocinaré según los sentimientos que vayan apareciendo en mí. A veces pienso que desentono con el lugar porque voy sonriente, con ojos curiosos, cámara en mano, siempre coqueta, jamás desaliñada. Les confieso que eso de desentonar en ciertos lugares me fascina.
 
El jueves de Semana Santa fue uno de estos días en los que desperté con ansias de Mercado de Chacao. Jueves Santo. No tengo mucho apego por las tradiciones de católicos acérrimos y definitivamente no creo en eso de que si comes carne roja vivirás el resto de tu existencia con una muy divertida –pero poco sexy- colita de cochino por el pecado cometido, pero lo cierto es que ese día mis papilas gustativas me guiaron hasta los puestos de pescados y mariscos donde no cabía ni un alma en pena más. Era un festín para los ojos: los pescaderos se lanzaban los manjares entre unos y otros a medida que las santas señoras católicas les hacían sus pedidos específicos, se gritaban entre ellos y hasta cantaban mientras lanzaban el cuchillo con fuerza contra la tabla para cortar la cabeza de alguno de estos deliciosos frutos del mar.
 
Fue ahí cuando los vi y decidí. Unos langostinos tamaño monstruo de mar que me imaginaba ya cocinados con alguna fórmula que se me ocurriría a medida que paseara por el mercado. Los pedí con determinación. El resto de la mañana transcurrió entre almendras fileteadas, ajíes dulces confitados, picantes a base de papelón, y cualquier otro ingrediente que hiciera vibrar mis sentidos de sabueso culinario.
 
Llegué a casa emocionada. Nunca había preparado langostinos frescos así que busqué en la omnisapiente red la manera correcta de limpiarlos para prepararlos según mi creatividad me lo indicaba. Me serví una copa de vino tinto y subí el volumen de la música que me acompaña siempre en los fogones. Con los instrumentos adecuados ya dispuestos y la adrenalina haciendo efervescencia, me dispuse a sacar aquellos animales de la bolsa donde el pescadero sonriente los había acomodado. Pesaba considerablemente. Eran solo dos langostinos. Corte el papel, y expuse lo que se convertiría en un plato exquisito luego del proceso creativo. Tomé el primer langostino en mis manos….y se acabó toda la emoción. Mi seguridad se convirtió en una sensación de nauseas cuando sentí la carne blanda y babosa dentro del cuerpo transparente del animal. Las largas antenas rozaban todo, los ojos negros y brotados me miraban, las patas estaban tan relajadas que parecía que se movían solas, un extraño líquido corría dentro de aquel cuerpo de un lado a otro y goteaba por cualquier rendija hacia mis manos. Eran langostinos del tamaño de mi antebrazo. Dos monstruos. Dos monstruos babosos, espantosos y húmedos que debía decapitar, pelar y despojar de una asquerosa vena negruzca que resulta es el intestino lleno de los desechos de la digestión del bicho. Sí, ahora eran bichos.
 
 Sentir que no puedo hacer algo por miedo o asco me duele en el orgullo de mujer independiente, resuelta y decidida a saltar obstáculos, pero los Krakens mitológicos que se me ocurrió ese día comprar para lucir mis capacidades culinarias, me estaban venciendo. Por algún mecanismo extraño de mi proceso de pensamiento muy poco lógico, ese momento con los animales de pesadilla me transportó en el tiempo. Me vi en un centro comercial caraqueño buscando alguna prenda de ropa que comprar para darle un aire actual a mi guardarropa. Fue en el mes de noviembre del año pasado. Les parecerá poca cosa, pero fue un momento importante para mí. Quizás mis congéneres logren entenderlo mejor que los portadores de cromosomas XY.
 
Todo lo que veía en las tiendas era ropa que según las reglas del buen gusto jamás le luciría bien a mi cuerpo de estatura latina (150 cms.) cadera latina (prominente) y muslos latinos (gruesos). Faldas ajustadísimas y pantalones tubitos. Por todos lados. Necesitaba un pantalón, pero todo lo que me ofrecían eran esos infames pantalones tubitos que en mi mente y según lo que me habían enseñado jamás debía usar teniendo mis características. “No gracias, es que voy a parecer una barquilla bastante rechoncha” le decía yo a los vendedores. Mi mal humor iba en aumento. Pantalones tubito. Pantalones tubito. Pantalones tubito. “Claro” pensaba yo con amargura, “si yo midiera 1,70 y mis curvas no fueran tan pronunciadas por lo menos me los probaría; pero no, mi genética no me lo permite. No puedo” En una de las tiendas en las que entré, me enseñaron ¿adivinen? un pantalón tubito que me enamoró. Era de una hermosa tela verde manzana con puntos blancos. “Pruébatelo. Nada pierdes. Pruébatelo” pensaba. Y así lo hice.
 
Entré al probador con la certeza de que odiaría mi reflejo en el espejo luciendo aquella belleza verde manzana con puntos blancos. Con la certeza de que sentiría un asco así como el que sentía en el presente con el langostino en mi mano temblorosa. Pero sucedió lo contrario. No podía creer la imagen que veía en el espejo. ¡Me encantaba! ¡Qué bien me veía! El pantalón tubito que antes había llamado infame ahora era una prenda que favorecía a mis caderas y mis muslos. Miraba una y otra vez al espejo como hacemos todas las mujeres dentro del probador: contorsionando el cuerpo en posiciones imposibles para no perder ningún ángulo de la pieza que nos probamos, y cada vez me maravillaba más. No solo era un pantalón tubito sino que además era talla S, mejor aún. Una vocecita interna me repetía “Terca ¿Y si no te lo hubieses probado?” Salí feliz del probador y compré el primer pantalón tubito de toda mi vida. Salí feliz de la tienda sabiendo que más nunca diría no antes de atreverme.
 
Desperté de mi ensueño lleno de recuerdos y ahí estaba el langostino con su mirada fija en mí. Las náuseas y escalofríos me dominaron nuevamente y entre pequeños saltos, unas cuantas copas de vinos adicionales, gritos angustiosos, otra botella de vino y gotas de sudor recorriendo mi espalda, logré decapitar, pelar y limpiar al par de Krakens. Lo hice porque soy orgullosa y esos bichos de cerebro mínimo y muy por debajo de mí en la escala evolutiva no podrían en ese momento contra la decisión que había tomado de cocinarlos. El resultado de la receta de mi autoría se ganó las más sinceras felicitaciones de mis comensales. Yo no pude ni degustar un pequeño pedazo y decidí que nunca más volvería a cocinar langostinos frescos. Nunca más. Con argumentos puedo decir: nunca más. Sé que ese asco que sentí no lo quiero repetir. Pero me atreví.
 
Luego de casi dos botellas de vino tinto y el cansancio característico de un chef que disfruta lo que hace me reía en soledad pensando en que lo sabroso es atreverse. Todo debería ser tomado como una aventura. No sabemos si nos gustará o no aquello que estamos probando por primera vez, pero ¿Cómo saberlo si no damos el paso? El resultado puede ser un instante “Langostino”: que no nos gusta y no repetiremos; pero también puede ser un momento “Pantalón tubito verde manzana” que nos hace sentir tan bien que nos preguntamos ¿Por qué no lo había hecho antes?
 
 
Dedicado a un niño tremendo...
 
Ágata G.
Chef de todo, menos de langostinos
Mujer que luce pantalones tubito

jueves, 31 de octubre de 2013

De este lado huele a vainilla


 


Nunca lo hacía. No le daba importancia a los colores del amanecer, a que el día estuviese gris o luminoso, o a que los pájaros cantaran con más ahínco cuando mi despertador sonaba para ir al colegio.  Pero esa mañana era diferente. O quizás yo me sentía diferente. Me asomé a la ventana y la ciudad se veía hermosa, el Ávila imponente, el cielo azul imposible, y el sonido de las guacharacas era un divertido escándalo.

Aquel día comenzó como cualquier lunes: mamá me recibió en la cocina con un desayuno de banquete que yo apenas degustaría.  Papá ya tomaba su café y leía el periódico. Nos repetía hasta el cansancio que sin un café fuerte y aromatizado con cardamomo y las puntas de los dedos manchadas con la tinta del periódico, no era posible triunfar en la vida. Mi hermano mayor, siempre de buen humor ya devoraba la comida con esa sonrisa en la que desde niña conseguí protección y complicidad.

Me esperaba también el recipiente. Sí. El recipiente. Transparente, frío, calculador, odioso, repleto de las 13 pastillas que yo debía ingerir todas las mañanas. El recipiente era un recordatorio de mi leucemia. El recipiente era una mueca de la vida. Cuando me sentía bien, lograba olvidar  mi cruel enfermedad y él, con su guiño sarcástico me la recordaba. Cuando me sentía mal, y los dolores eran dignos de las historias de Quiroga, casi podía escuchar su voz, la del recipiente diciendo: “¿Cruzó por tu mente que la enfermedad ya no te habitaba? Inocente, tú”

Conté las pastillas, las tragué amargamente y salí determinada a no prestarle atención a un muy pequeño dolor en el abdomen. Estaba feliz. Presentaría el examen de literatura y saldría del aula a disfrutar las últimas horas de mi último día de clase de 5to. año de bachillerato. ¿Sería esa la diferencia que sentía en mí ese día? En el trayecto hacia el colegio repasé con papá el poema que el maestro de literatura evaluaría “Vuelta a la patria” de Juan Antonio Pérez Bonalde. Hablábamos de los sentimientos expresados por el poeta, de la emoción al ver la costa de la patria abandonada, de las metáforas magistralmente utilizadas, de Caracas “odalisca rendida a los pies del sultán enamorado”, del dolor al visitar la tumba de su madre. Mi calificación sería excelente, había estudiado  con papá todos los detalles de aquel largo poema que él recitaba de palmo a palmo.

Le lancé un beso y, como todas las mañanas de mi vida, recibí su “Dios te bendiga hija”. Sonreí, y vi como se alejaba su carro hasta que lo perdí de vista. No sé por qué lo hice. Sí. Era definitivo, me sentía diferente.

El bullicio en el salón era ensordecedor. Había una mezcla de sentimientos de la que, estoy segura, emanaba un perfume. Nuestro  último día de clase olía a vainilla. Le pregunté a mis amigas si sentían aquel olor, y me contestaban con risas que me estaba imaginando cosas. Pero ahí estaba, mi nariz lo sentía y yo lo agradecía. La vainilla huele a infancia, a risa, a felicidad, a dulzura. El perfume de las emociones de mis compañeros de clase era ese ¿O no?

Comenzamos el examen justo a tiempo. Dejé que mis ideas fluyeran y se reflejaran en lo que escribía. Me sentía segura, acelerada, recordando las palabras de papá. Escribía con pasión, con la fuerza que me daba saber que comenzaría una nueva vida luego de este examen.  Repentinamente sentí un dolor que me quemaba en el abdomen, creo haber gritado, creo haber caído al piso, pero levanté la vista y todos mis compañeros estaban concentrados en lo que escribían. Absortos en sus evaluaciones. El maestro estaba en su escritorio. El aroma de vainilla se hizo más  fuerte. Era extraño. Quizás el aguijonazo que sentí y que había desaparecido, me había hecho imaginar aquello. O las benditas 13 pastillas matutinas, que a veces me jugaban esas malas pasadas.

Terminé rápidamente de escribir el examen cuando escuché los gritos de mi madre fuera del salón. Me puse de pie abruptamente y coloqué el examen sobre el escritorio del maestro para salir y ver que sucedía pero mi madre entró gritando, llorando, desconsolada. Pasó corriendo a mi lado y siguió hasta mi pupitre. Cuando la vi agacharse y tomar mi cuerpo inerte, pálido, sin vida, lo entendí. La leucemia me había ganado la guerra. El dolor, el grito, la caída, y luego mi muerte. El perfume a vainilla  me invadió junto con una paz que me hizo caminar hacia mi madre y acariciar su cabello. Yo estaría bien. La vida se había encargado de hacérmelo saber con esos detalles diferentes que noté en mí durante toda la mañana.

También sabía que mi madre, mi familia, la gente que me quería estaría bien. Cuando me acerqué a mamá para abrazarla, acariciarla, aun sabiendo que ella no lo sentiría pude ver la hoja de mi examen. Lo último que había escrito era: “Los amo. Estoy bien. De este lado el aire huele a vainilla”

 

 Cuentos de Ágata G.

 

 

martes, 1 de junio de 2010

Catarsis




Dedicado a la Mujer Maravilla que me habita, que por culpa de tres motorizados
hoy no se siente tan Maravilla




Ayer fue para mi un día normal solo hasta las siete de la mañana, cuando el universo, mercurio retrógrado, o no sé qué instancia, dispuso que me cruzara en el camino hacia mi lugar de trabajo con tres motorizados amigos de lo ajeno quienes, armas de fuego en mano y en menos de 15 segundos me despojaron de mi tranquilidad y mi cartera: documentos de identidad, celular, tarjetas de crédito, cable de carga del celular, pastillas para adelgazar, recibos viejos, y quizás papel envoltorio de algún chocolate de esos que irónicamente comemos para sobrellevar con mejor humor la dieta. Uno de los motorizados – el que se acercó por la ventana del conductor- ya había intentado asaltarme la semana anterior, solo y sin arma, pero se consiguió con mi deseo de no seguir engrosando las estadísticas de inseguridad de ésta, nuestra imposible ciudad. Ese día utilicé mi vehículo como arma y en dos oportunidades le hice perder el equilibrio y caer de su moto. Ayer al verme rodeada por tres hombres que apuntaban sus armas hacia mi, no tuve más remedio que entregar mis pertenencias y un poco, solo una pizca, de mi dignidad.

Lo único que cayó de mi cartera en el instante en que intentaba hacerla pasar por el pequeño espacio de la ventana que abrí fue mi estuche de maquillaje. Me causó gracia pensar que el mensaje era algo así como: Asaltada quizás, pero desprolija nunca. Qué tristeza.
El miedo que sentí, y que sentiré por algunos días, solo se compara con el malestar que me causa saber que se llevaron mis pertenencias. Varias personas expresaron, con la mejor intención de tranquilizarme, que debía estar agradecida porque no me hirieron o no perdí la vida – y lo estoy-, sólo se llevaron mis cosas. ¿Solo se llevaron mis cosas? ¡No! Ese celular último modelo, esa cartera de marca fueron adquiridos por mi gracias al fruto de mi esfuerzo diario y honesto. No solo se robaron mi celular y mi cartera, sino también un poco del empeño con el que trabajo. No es apego por lo material o por lo banal, es estar segura de que lo poco o mucho de lo que soy dueña ha sido ganado con trabajo arduo, a nadie se lo he robado, nadie me lo ha regalado. Me revuelve las entrañas que al suceder estas injusticias tratemos de consolarnos diciendo que – “Por lo menos no me quitaron la vida”- Si, les repito que si estoy agradecida, pero parto del principio de que nadie debió haber atentado contra mi tranquilidad o mi propiedad. Nadie debió haber intentado robar por la fuerza algo que no le pertenecía blandiendo armas como si mi vida no tuviera valor alguno.
Alguien me comentó que estaba seguro que yo conducía mi vehículo mientras hablaba por teléfono, haciéndome sentir que si era así yo había sido la culpable de que me robaran. Estoy totalmente clara de que debemos cuidarnos y no tentar al destino, pero, por qué debemos seguir aceptando que el desorden, el caos y la anarquía nos sigan ganando los espacios? ¿Por qué debo esconder de maneras insólitas mi teléfono en mi vehículo? ¡Es mi teléfono, es mi vehículo! Nadie debería sentirse con el derecho de atentar contra otra persona. Es una utopía, lo se; sin embargo estoy segura de que la mayoría de los que lean estas líneas estarán de acuerdo con ese principio básico de convivencia.

Situaciones más atroces se protagonizan en Caracas todos los días. Un teléfono y otras “chucherías” robadas son nada comparados con un secuestro, un asesinato, o cualquier otra forma de crimen en esta ciudad de la furia. ¿Acaso no merecemos paz?

No se cómo se resuelve este problema tan grave que padece mi país. De lo único que estoy segura es que volveré a comprarme un celular ultra moderno. Volveré a consentirme con alguna cartera de marca. No asalto a nadie para tener lo que tengo. Me levanto muy temprano a trabajar de manera honesta. Mis padres lo hicieron y mis abuelos también. Nadie – ni el miedo que siento- me va a impedir disfrutar del fruto de mi esfuerzo.
Àgata G.

domingo, 21 de marzo de 2010

Disertación desde el concierto



A mi niña del mes de Noviembre
A mi niño del mes de Julio



Eran las dos de la tarde cuando llegamos a La Rinconada. Al ver la cantidad de personas que se aglomeraban en la fila de casi dos kilómetros para entrar al recinto donde se llevaría a cabo el concierto, tuve que inhalar y exhalar para calmarme un poco. No solo debido a mi emoción por ver al grupo que me gusta tanto tocando la música que me gusta tanto, sino también por lo que significaba compartir esa vivencia con mis hijos.

Pertenezco a ese grueso grupo estadístico de mujeres que se han convertido en madre durante su adolescencia. A pesar de las dificultades que supuso para mi haber dado a luz a dos hermosas criaturas a tan tierna edad, puedo dar fe de que gracias a gente que me quiere y a quienes correspondo el sentimiento, mi experiencia materna ha sido maravillosa y plena. Es cierto eso que dicen de que dejamos de vivir mucho de lo que está escrito un adolescente debe vivir, pero hoy por hoy se que la vida se encarga de equilibrar lo que nos falta en algún momento compensándolo más adelante de formas que en ocasiones ni imaginábamos y que nos hacen inmensamente felices. La experiencia de disfrutar el concierto de Metallica con mis hijos, fue una de esas compensaciones.
Fuimos a ver a James, Lars, Kirk y Robert tocando canciones estridentes, fuertes, de ritmos a veces incomprendidos , no como mamá, hijo e hija, sino como tres fanáticos del “Heavy Metal”. Vestidos para tal ocasión logramos entrar al recinto, asegurar lugares desde donde nadie pudiera bloquear nuestra vista, y conversamos con nuestros vecinos de concierto sobre las canciones, los instrumentos, y las expectativas que teníamos del momento en que la banda saliera al escenario ahí frente a nosotros. De vez en cuando yo veía a mi hijo, departiendo con tanta seguridad y desenvoltura con gente que acababa de conocer; o a mi hija intercambiando ideas con alguna otra persona como una adulta; y Ágata, la madre, no podía esconder el orgullo admirando a sus pequeños como individuos con gustos, ideas y sentimientos definidos.

A las nueve y cuarto de la noche, los cuatro jinetes del apocalipsis entraron en escena abriendo con la canción “Creeping Death” y nuestras voces se unieron a otras treinta mil que gritaban enloquecidas por la fuerza de las guitarras distorsionadas, el potente bajo, las luces y la fabulosa pirotecnia – quienes hayan estado ahí saben de la calidad de los músicos y de la puesta en escena en general-. Cuando escuchábamos los primeros acordes de nuestras canciones favoritas, mis hijos y yo nos veíamos con ojos de complicidad. En algún momento de euforia sentí la mano de mi hija buscando la mía, como cuando era niña. Y mi hijo no se cansó de contarme como sus amigos le decían que querían tener una mamá a quien también le gustara lo que a ellos les gusta. Esa es la vida compensando lo que no viví de adolescente, y dejándome vivir experiencias con mis hijos que quizás otras madres no pueden vivir por aquello de la edad y la diferencia generacional.
No aplaudo el embarazo adolescente. Para nada. Se ahora que la vida debería ser vivida en etapas y con calma. Pero la vida equilibra. Lo que como adolescente no experimenté, ahora me es compensado con toda esta vivencia con mis hijos,no solo en el concierto, sino en muchas otras cosas de la cotidianidad de nuestra existencia.

Esa noche, cuando Metallica se despedía de Caracas tocando “Seek & Destroy”, supe que el recuerdo que me quedaría no sería solo el espectacular concierto al que tuve la oportunidad de ir, sino haberlo disfrutado al máximo con mis niños, mis hijos.


Ágata G.
Orgullosa madre

domingo, 28 de febrero de 2010

Beso fotografiado


Nota: escribí este cuento como primera asignación del taller de narrativa que curso actualmente...a la espera de las correcciones de la profesora...


Pronto comenzaría la fiesta, y mientras daba los últimos toques a mi atuendo pensaba en la buena fortuna que tenía de estar en aquella metrópolis para recibir el año nuevo. Luego de compartir la Navidad con mis padres en Caracas, viajé emocionada a Ciudad de México a reunirme con Juan Diego, Liliana y Guillermo – argentino de ojos color de miel que tenía el poder de hacer mis rodillas temblar con su petulante acento sureño –Era la primera vez que compartíamos fuera del ambiente universitario, y yo estaba decidida a disfrutarla al máximo.

El sonido del teléfono en nuestra habitación me hizo saber que ya era hora de bajar al vestíbulo. Liliana tomó la llamada, y enseguida se dirigió a mí: - “¿Estás lista Paula? Esperan ya por nosotras”- Terminé de pintar mis labios de un color granate muy brillante y chequeando en el espejo mi cadera envuelta en un ajustado vestido rojo, afirmé –“Lista siempre Lili, siempre”. Asistiríamos a la fiesta de fin de año que el hotel donde nos hospedábamos organizaba en uno de sus fastuosos salones. Nos aguardaba una noche plena de exquisitos vinos , bailes al ritmo de las mejores orquestas y un conteo regresivo para recibir el año entre burbujas de champaña francesa.

Se notaba la impaciencia en los rostros de quienes nos aguardaban, pero luego de bromear sobre los coloridos corbatines de Juan Diego y Guillermo, la impaciencia se tornó en diversión. Nos dirigimos al salón “Flamboyán”, elegante y recargado recinto ya lleno de gente, dispuestos a disfrutar las últimas horas del año 1955. La velada transcurrió velozmente y al llegar la medianoche, luego del -¡Feliz año! – vociferado al unísono por las voces en el salón de fiestas, los buenos augurios y las risas inundaron el espacio. De súbito las luces se apagaron y al grito de –¡Mambo!- se encendieron de nuevo. ¡Era la gran sorpresa de la noche! Dámaso Pérez Prado y su orquesta nos haría mover los cuerpos al compás de este cadencioso ritmo cubano hasta el alba del primer día de 1956.

Era el gran Pérez Prado dirigiendo a los músicos con sus gritos guturales y deslizando sus ágiles manos de un lado a otro en el piano para extraerle las notas sincopadas al noble instrumento. El gran Pérez Prado de piezas inigualables como “Patricia”, “Que rico el Mambo” o “El ruletero” – canción con la que inauguró el año nuevo en ese momento. Yo lo observaba delirante cuando Guillermo se acercó a mí para bailar la pieza – no sé que cruzaba por su mente, porque su nacionalidad patagónica lo alejaba de manera contundente de la capacidad de sincronizar los movimientos de sus piernas con los ritmos latinos y caribeños- Tras unos minutos de baile que se me antojaron eternos, Guillermo me susurró al oído:

- Te gusta el mambo, ¿cierto? ¿Te atreverías a subir a la tarima para plantar un beso a Pérez Prado?

- ¡Por supuesto! – exclamé yo con una seguridad inducida por el alto grado de alcohol que corría por mi sangre.

- Ver para creer reza el dicho, mi querida señorita – inquirió el argentino

Los retos siempre representaron para mí una gran tentación a la que sucumbir era un placer. Este no era un caso diferente, aunque aderezado por los efectos deliciosos de las copas de vino bebidas hasta ese momento.

Caminé hasta el borde de la tarima, entre parejas que alegremente bailaban ahora al compás del Mambo Nro. 8, apoyé mis manos sobre el borde y me impulsé hacia el lugar donde el apodado “Cara de Foca“ dirigía su orquesta. Las personas que danzaban miraban curiosas a esta mujer de ajustado vestido rojo que se posaba a un lado del piano de Pérez Prado. Él me miró y rió con carcajadas que seguían el ritmo de la canción. Al contrario de lo que yo esperaba, no hubo griterío ni alboroto por mi episodio de osadía, así que disfruté desde allí el sonido de las notas del piano del director y de las trompetas de la miembros de la orquesta.

Al terminar la canción, el artista se dirigió al público con esa inconfundible melodía en su voz que ni los años de vida en el país azteca habían podido anular

- ¡Buenas noches señoras y señores! ¡Feliz año nuevo! Esta noche me he divertido en grande viéndolos danzar al ritmo de mi música acompañado por esta espontánea señorita de nombre… - Acercó su micrófono a mí.

- Paula – contesté yo tímidamente. ¡No esperaba tener que hablar ante tantas personas!

- Paula, bello nombre. ¿Quieres escuchar alguna canción en especial? – me preguntó aquel hombre cálido

- Me encantaría escuchar y bailar “Mambo del Politécnico”. Pero antes, señor Pérez Prado, debo honrar el reto que mi pareja de baile me impuso - Y dicho esto, sintiendo una gran oleada de adrenalina, me lancé a darle un beso en los labios al artista.


Durante los pocos segundos que duró el beso- que por cierto el correspondió sin ningún tipo de vergüenza- pude ver las caras de asombro y estupefacción de mis amigos. Hubo flashes de cámaras y risas desperdigadas por todo el salón. Le sonreí a Pérez Prado y corrí hasta el borde del escenario, donde al ritmo de la pieza que yo había solicitado me esperaban Guillermo y dos copas de Pato Frío. El argentino me extendió una copa y dijo con picardía en su mirada – Toma Paula, brindemos por ese beso. No recuerdo qué apostamos – A lo que yo contesté: - No te preocupes Guille, ya se nos ocurrirá algo –


El reloj marcaba las 2 de la madrugada cuando ya mis pies me pedían a gritos que me sentara o los librara de los torturadores zapatos. Guillermo lo notó, y me acompañó en el camino hacia la habitación, con jugueteos entre sus traviesas manos y mi vestido rojo. El ascensor detuvo su camino en el piso de la habitación del sureño y, aunque mi mente trataba de apelar por el recato, el resto de mi ser estaba encantado. – No me has dicho como cobrarás la apuesta, Paula – dijo Guillermo con la voz humedecida por nuestros besos. Ya frente a la puerta de entrada de su habitación, con la petición de recato totalmente silenciada, le dije: - Que tal si entramos, y bailamos el resto de la madrugada un mambo para nosotros dos solos?- Abrió la puerta con la mano que no tenía ocupada en mi, y nos perdimos en la oscuridad de la habitación mientras mi mente tarareaba – Mambo, que rico el mambo. –

Mi nieta adolescente me observaba con los ojos sorprendidos y continué:

- Esa es la historia de esa reseña de periódico que tienes en tus manos. Así, fue que el segundo día Enero de 1956, los más importantes medios impresos de Ciudad de México publicaron una foto del picante beso de Pérez Prado y una desconocida señorita que comenzó ese año feliz y tomada de la mano del que se convertiría en tu abuelo Guille –



Ella se acercó a mí, nos abrazamos largo rato, y con lágrimas en sus ojos me dijo – Abuela, estoy segura que el abuelo Guille, esté donde esté, sonríe por esa apuesta, ese beso con Pérez Prado, y tararea como tu aquella noche –Mambo, que rico el mambo. Mambo que rico es -

Ágata G.

domingo, 21 de febrero de 2010

Ávila, regalo de la naturaleza

Vìctor Hugo


Aprovechando el inclemente sol de octavita de carnaval al borde de una piscina, y escuchando una cadenciosa pieza interpretada por Diana Krall, disfrutaba de una maravillosa visión de la ciudad, de mi ciudad. Indomable Caracas que se extendía ante mi vista,hermosa y pacífica desde esa perspectiva, con sus apiñados edificios, zonas verdes, autopistas plenas de vehìculos. Y el Ávila.
Al ritmo de “East of the sun, west of the moon” versionada por Krall, mi mente cavilaba sobre la majestuosidad y omnipresencia de esta cumbre, testigo silente de nuestras existencias y de la historia de la ciudad. Emblema de Caracas que queda grabado a fuego en la memoria de sus habitantes, y de quienes la visitan. Los caraqueños disfrutamos de este gigante de la manera que mejor nos place: algunos lo escalan y recorren sus sinuosos caminos para ejercitarse y respirar un poco de aire puro rodeados de tranquilidad muy cerca del dinamismo citadino; otros lo fotografían o lo plasman en sus cuadros, no pocos le dedican versos en hermosos poemas – como “Vuelta a la Patria” ,sentido poema de Juan Pablo Pérez Bonalde en el que magistralmente narra su regreso a Venezuela y escribe “Caracas allí está, vedla tendida a las faldas del Ávila empinado, odalisca rendida a los pies del sultán enamorado" -; y otros más, como yo, simplemente lo contemplamos, lo sentimos con nuestra vista.

Me sorprendí pensando que esta imponente serranía late al compás de su odalisca, Caracas. Cambia de color a medida que el día transcurre, y nos deleita mostrando las sombras que sus accidentadas laderas proyectan bajo la luz del sol. Así, durante los amaneceres capitalinos nos regala éste sultán, una paleta de profundos azules; al mediodía cuando el sol alcanza el cenit, los verdes de su frondosa vegetación brillan ante nuestros ojos y las tonalidades rojas o violetas acompañan la caída del astro rey al occidente cuando muere el día. Sin embargo este espectáculo no termina allí, porque en esas claras noches estrelladas del mes de Enero, la silueta de nuestro querido cerro se insinúa con un resplandor único de color plata azulado. Un festín para la vista.

La sobrecogedora visión de este gigante desde el sopor del tráfico, calma la animosidad de aquel que hace un poco más que mirar, y admira. He sido testigo de las lágrimas en los ojos de gente muy querida que regresa a su Caracas natal luego de años de ausencia –al estilo de Pérez Bonalde- y son impactados sentimentalmente por la vista de El Avila en el momento en que llegan a la ciudad: es el Ávila de su niñez, de su adolescencia, de sus vidas. Ese titán que siempre ha estado ahí, común denominador para todos los habitantes de la capital. A mi memoria viene especialmente el recuerdo de mi padre quien, sentado en una cómoda butaca durante sus sesiones de quimioterapia, miraba El Avila a través de los luminosos ventanales del lugar especialmente acondicionado para ello, absorto en sus pensamientos, recuerdos y hasta miedos.

Continué bronceando mi piel, escuchando buena música, mirando ahora a las personas que me rodeaban, preguntándome cuantas de ellas sabrían que los 2.750 metros este cerro -en su punto más alto- deben su nombre a Gabriel del Ávila, alférez mayor de campo español quien en 1575 establecía allí su hacienda; o que fuera declarado Parque Nacional en el año 1958. ¿A cuántas de ellas les dolería un incendio en las faldas de la montaña? ¿Cuántas de ellas considerarían al fiel gigante una extensión de su hogar?

Parque Nacional, sultán y pulmón de la ciudad, emblema entrañable de nuestra metrópolis, todo eso es. Pero también es un obsequio que la naturaleza nos otorgó que debemos agradecer, cuidar, disfrutar y admirar cada vez que en las mañanas salimos al ruedo en Caracas, cada vez que tenemos oportunidad.

Ágata G.
Enamorada de El Ávila
A un niño de 5to grado...

viernes, 12 de febrero de 2010

Look & Feel

Cierta vez me comentaron, en tono de juicio, que dedicaba mucho tiempo a mi apariencia. No pude esconder mi desagrado por tal crítica. Leí además en una revista de aquellas que pretenden ilustrarnos cómo retener a nuestros hombres, o cómo ser heroínas de hazañas sexuales inigualables en sencillos diez pasos, que era preferible no demostrar demasiado el interés que como féminas sentimos por mantenernos constantemente a la moda – siempre con el toque individual-coquetas y prolijas, aduciendo que corremos el riesgo de transmitir una imagen de superficialidad. Difiero de esta aseveración que, diría yo, es casi una tajante creencia generalizada.

Disfruto cuidar mi estilo. Es parte de mi personalidad. Y me he dado cuenta que en momentos trascendentales en mi vida -esos que exigen fortaleza del alma, perseverancia, adaptación al cambio- tiendo a transformar mi imagen, innovando en detalles como el cabello, los colores que utilizo al vestir, y hasta los perfumes con los que me identifico . Se me ocurre pensar que en esos momentos mi autoestima actúa como una especie de Gerente de Mercadeo interno modificando la imagen de su producto, más influenciado por las demandas de mis sentimientos y experiencias que por las imposiciones de la moda o de lo que posiblemente opinará la gente. Manejo del Look & Feel, le llaman los profesionales del mercadeo. Conversé sobre este tema– entre copas de un exquisito vino tinto chileno -con mis más queridas amigas en un reciente encuentro, y definitivamente el tema conforma uno de esos lugares comunes tan llenos de estrógeno, progesterona y demás complicaciones femeninas.

No soy una esclava de las apariencias, y con ahínco afirmo que comprar un par de zapatos a la moda o un pantalón que realce la forma de los fabulosos y sinuosos traseros que nos adornan no es el fundamento para desarrollar nuestra autoestima y tampoco la solución de nuestros problemas sentimentales. Sin embargo: zapatos, carteras, vestidos, peluquería, manicura y pedicura , entre otras cosas, influyen de manera positiva. Todas hemos experimentado y saciado, en la medida en que nuestras posibilidades nos lo han permitido, esa súbita necesidad de ser peinadas por la profesionalidad de un peluquero, o de comprar un deslumbrante y sexy conjunto de lencería, en momentos existencialmente complicados como divorcios, discusiones, dilemas laborales, y cualquier otro escenario que demande fuerza de espíritu. Y es que, es en esas ocasiones cuando una voz dentro de mí me susurra que, si bien es cierto que el trance que vivo es duro, soy un ser valioso, hermoso, que puede conquistar el mundo y así debo demostrarlo. Si en el espejo se refleja una mujer desaliñada, sin luz, acabada, me siento vencida. Si por el contrario en el espejo se refleja una mujer luminosa, moderna, coqueta, aunque sufra, podrá conseguir en su interior las herramientas para salir airosa de su situación. Ese es mi Gerente de Mercadeo interno, en plena acción, gerenciando mi look & feel.

Así que, la próxima vez que por algún dolor del alma te dirijas rauda y veloz a comprar esa blusa cuyo escote haría desaparecer de la memoria masculina a cualquier modelo erótica, o a cambiar el color y aspecto de tu cabello , no te sientas banal. Lucir impecable, totalmente deslumbrantes y a la moda no es una condición opuesta a la profundidad de nuestros sentimientos, intereses e inteligencia. Es magia para nuestra autoestima.


Ágata G.