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lunes, 28 de abril de 2014

De langostinos y pantalones tubito

“La vida o es una aventura atrevida o no es nada”
Helen Keller




De vez en cuando la necesidad de exprimirle arte a la vida cotidiana me lleva a la cocina. Soy chef con inspiración propia. No me gustan las recetas porque limitan mi imaginación. Sigo mi instinto, escucho la voz de mi paladar, me dejo llevar por los olores, por los recuerdos de algún sabor grabado en la memoria, por los colores, por lo que me provoque en el momento. Cocinar es un arte. Generalmente estos impulsos culinarios me llevan al Mercado de Chacao, lugar mágico para mí.
 
Desde que cruzo el portal, ahí donde venden esa chica única con mucha canela, me convierto en nada más que un centro de sensaciones que no piensa, solo siente: texturas, perfumes, colores y formas, sabores, sonidos. Recorro los pasillos decidiendo qué cocinaré según los sentimientos que vayan apareciendo en mí. A veces pienso que desentono con el lugar porque voy sonriente, con ojos curiosos, cámara en mano, siempre coqueta, jamás desaliñada. Les confieso que eso de desentonar en ciertos lugares me fascina.
 
El jueves de Semana Santa fue uno de estos días en los que desperté con ansias de Mercado de Chacao. Jueves Santo. No tengo mucho apego por las tradiciones de católicos acérrimos y definitivamente no creo en eso de que si comes carne roja vivirás el resto de tu existencia con una muy divertida –pero poco sexy- colita de cochino por el pecado cometido, pero lo cierto es que ese día mis papilas gustativas me guiaron hasta los puestos de pescados y mariscos donde no cabía ni un alma en pena más. Era un festín para los ojos: los pescaderos se lanzaban los manjares entre unos y otros a medida que las santas señoras católicas les hacían sus pedidos específicos, se gritaban entre ellos y hasta cantaban mientras lanzaban el cuchillo con fuerza contra la tabla para cortar la cabeza de alguno de estos deliciosos frutos del mar.
 
Fue ahí cuando los vi y decidí. Unos langostinos tamaño monstruo de mar que me imaginaba ya cocinados con alguna fórmula que se me ocurriría a medida que paseara por el mercado. Los pedí con determinación. El resto de la mañana transcurrió entre almendras fileteadas, ajíes dulces confitados, picantes a base de papelón, y cualquier otro ingrediente que hiciera vibrar mis sentidos de sabueso culinario.
 
Llegué a casa emocionada. Nunca había preparado langostinos frescos así que busqué en la omnisapiente red la manera correcta de limpiarlos para prepararlos según mi creatividad me lo indicaba. Me serví una copa de vino tinto y subí el volumen de la música que me acompaña siempre en los fogones. Con los instrumentos adecuados ya dispuestos y la adrenalina haciendo efervescencia, me dispuse a sacar aquellos animales de la bolsa donde el pescadero sonriente los había acomodado. Pesaba considerablemente. Eran solo dos langostinos. Corte el papel, y expuse lo que se convertiría en un plato exquisito luego del proceso creativo. Tomé el primer langostino en mis manos….y se acabó toda la emoción. Mi seguridad se convirtió en una sensación de nauseas cuando sentí la carne blanda y babosa dentro del cuerpo transparente del animal. Las largas antenas rozaban todo, los ojos negros y brotados me miraban, las patas estaban tan relajadas que parecía que se movían solas, un extraño líquido corría dentro de aquel cuerpo de un lado a otro y goteaba por cualquier rendija hacia mis manos. Eran langostinos del tamaño de mi antebrazo. Dos monstruos. Dos monstruos babosos, espantosos y húmedos que debía decapitar, pelar y despojar de una asquerosa vena negruzca que resulta es el intestino lleno de los desechos de la digestión del bicho. Sí, ahora eran bichos.
 
 Sentir que no puedo hacer algo por miedo o asco me duele en el orgullo de mujer independiente, resuelta y decidida a saltar obstáculos, pero los Krakens mitológicos que se me ocurrió ese día comprar para lucir mis capacidades culinarias, me estaban venciendo. Por algún mecanismo extraño de mi proceso de pensamiento muy poco lógico, ese momento con los animales de pesadilla me transportó en el tiempo. Me vi en un centro comercial caraqueño buscando alguna prenda de ropa que comprar para darle un aire actual a mi guardarropa. Fue en el mes de noviembre del año pasado. Les parecerá poca cosa, pero fue un momento importante para mí. Quizás mis congéneres logren entenderlo mejor que los portadores de cromosomas XY.
 
Todo lo que veía en las tiendas era ropa que según las reglas del buen gusto jamás le luciría bien a mi cuerpo de estatura latina (150 cms.) cadera latina (prominente) y muslos latinos (gruesos). Faldas ajustadísimas y pantalones tubitos. Por todos lados. Necesitaba un pantalón, pero todo lo que me ofrecían eran esos infames pantalones tubitos que en mi mente y según lo que me habían enseñado jamás debía usar teniendo mis características. “No gracias, es que voy a parecer una barquilla bastante rechoncha” le decía yo a los vendedores. Mi mal humor iba en aumento. Pantalones tubito. Pantalones tubito. Pantalones tubito. “Claro” pensaba yo con amargura, “si yo midiera 1,70 y mis curvas no fueran tan pronunciadas por lo menos me los probaría; pero no, mi genética no me lo permite. No puedo” En una de las tiendas en las que entré, me enseñaron ¿adivinen? un pantalón tubito que me enamoró. Era de una hermosa tela verde manzana con puntos blancos. “Pruébatelo. Nada pierdes. Pruébatelo” pensaba. Y así lo hice.
 
Entré al probador con la certeza de que odiaría mi reflejo en el espejo luciendo aquella belleza verde manzana con puntos blancos. Con la certeza de que sentiría un asco así como el que sentía en el presente con el langostino en mi mano temblorosa. Pero sucedió lo contrario. No podía creer la imagen que veía en el espejo. ¡Me encantaba! ¡Qué bien me veía! El pantalón tubito que antes había llamado infame ahora era una prenda que favorecía a mis caderas y mis muslos. Miraba una y otra vez al espejo como hacemos todas las mujeres dentro del probador: contorsionando el cuerpo en posiciones imposibles para no perder ningún ángulo de la pieza que nos probamos, y cada vez me maravillaba más. No solo era un pantalón tubito sino que además era talla S, mejor aún. Una vocecita interna me repetía “Terca ¿Y si no te lo hubieses probado?” Salí feliz del probador y compré el primer pantalón tubito de toda mi vida. Salí feliz de la tienda sabiendo que más nunca diría no antes de atreverme.
 
Desperté de mi ensueño lleno de recuerdos y ahí estaba el langostino con su mirada fija en mí. Las náuseas y escalofríos me dominaron nuevamente y entre pequeños saltos, unas cuantas copas de vinos adicionales, gritos angustiosos, otra botella de vino y gotas de sudor recorriendo mi espalda, logré decapitar, pelar y limpiar al par de Krakens. Lo hice porque soy orgullosa y esos bichos de cerebro mínimo y muy por debajo de mí en la escala evolutiva no podrían en ese momento contra la decisión que había tomado de cocinarlos. El resultado de la receta de mi autoría se ganó las más sinceras felicitaciones de mis comensales. Yo no pude ni degustar un pequeño pedazo y decidí que nunca más volvería a cocinar langostinos frescos. Nunca más. Con argumentos puedo decir: nunca más. Sé que ese asco que sentí no lo quiero repetir. Pero me atreví.
 
Luego de casi dos botellas de vino tinto y el cansancio característico de un chef que disfruta lo que hace me reía en soledad pensando en que lo sabroso es atreverse. Todo debería ser tomado como una aventura. No sabemos si nos gustará o no aquello que estamos probando por primera vez, pero ¿Cómo saberlo si no damos el paso? El resultado puede ser un instante “Langostino”: que no nos gusta y no repetiremos; pero también puede ser un momento “Pantalón tubito verde manzana” que nos hace sentir tan bien que nos preguntamos ¿Por qué no lo había hecho antes?
 
 
Dedicado a un niño tremendo...
 
Ágata G.
Chef de todo, menos de langostinos
Mujer que luce pantalones tubito