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sábado, 23 de enero de 2010

Sí hay fábulas en la ciudad de la furia


“Me verás volar
por la ciudad de la furia
donde nadie sabe de mi
y yo soy parte de todos.
Nada cambiará
con un aviso de curvas
ya no hay fábulas
en la ciudad de la furia”

Extracto de La ciudad de la furia
Letra de Gustavo Cerati para Soda Stereo
Album Doble Vida,
1988


La rutina comenzó esa mañana como todas las mañanas en esta ciudad. Luego de un rápido e incompleto desayuno salí al tráfico infernal que me condujo hasta mi lugar de trabajo entre cornetas, noticias radiales, improperios e intentos genuinos por impedir que la locura alienante caraqueña terminara por afectar mi ya dudosa cordura. No son pocas las veces en las que me da la impresión de que el tráfico es casi un proceso natural, un organismo vivo que nos lleva y nos trae bajo la ilusión de que somos nosotros quienes conducimos nuestros vehículos.

Cuando me senté tras mi escritorio, cargada de preocupaciones y tratando de hacer que mi mente se concentrara en las labores del día que iniciaba, una colega se acercó queriendo contarme un hecho que le había sucedido el día anterior. Yo sonreí educadamente en señal de atención –mis padres se esmeraron por inculcarme normas de cortesía intachables-, pero en la profundidad de mis pensamientos rogaba por la celeridad de su narración.

Minutos más tarde me descubrí cautivada por lo que escuchaba de mi colega. ¿Ha sentido el lector que existen instantes en la vida que son procurados con intención por esa presencia superior para calmarnos, alegrarnos, o sencillamente hacernos sentir nuevamente humanos? Como si la vida recurriera al uso de una especie de recurso literario para resaltar una idea, sentimiento o imagen que nos hará bien cuando, sin saberlo quizás, más lo necesitamos. Todo esto sentí mientras dedicaba mi atención al suceso que me narraban.

Ella había tenido la necesidad de ir, de mala gana, a uno de los más concurridos centros comerciales de nuestra ciudad para hacer ciertas diligencias que le fueran encargadas. No dejaba de pensar en el malestar y sensación de aburrimiento que le producía el estar allí en un lugar tan pleno de gente y ruido luego de haber tenido un día difícil en el trabajo. Rumiando su incomodidad cumplió con los encargos y decidió dirigirse a una de las tiendas de marca reconocida para disfrutar por lo menos de manera visual los productos que ofrecían, cuando vio a un hombre de mediana edad y de aspecto humilde acercarse a ella. Lo primero que acudió a su mente fue la idea de que el hombre le pediría dinero, pero luego fue golpeada por esa sensación de miedo que sentimos los citadinos cuando se nos acerca otra persona: miedo a que nos hagan daño o nos embauquen de maneras impensables.

El individuo se dirigió a mi colega diciéndole que no necesitaba dinero, que se había quedado sin trabajo muy recientemente y necesitaba con urgencia ayuda para comprar leche y alimento infantil a su pequeña hija. Las condiciones que nos impone la vida moderna nos hacen ser desconfiados para protegernos, y tal vez por eso ella contestó un tajante “No ahora” y apuró su paso para alejarse.

Encontrándose dentro de la tienda fue invadida por un sentimiento aplastante de inhumanidad, de opresión en el pecho, de haberse convertido en una de esas personas para quienes el prójimo es una carga, y salió a buscar al hombre. Por largo rato recorrió los pasillos del centro comercial con un desespero inexplicable y entristecida. Por fin lo halló y le ofreció su ayuda. El hombre rompió a llorar, según palabras de ella, con “esas lágrimas gruesas y profusas que no pueden ser mentira”, compraron juntos lo que tan urgentemente necesitaba la niña, y él emocionado la bendijo y le agradeció.

Culminado el relato de lo que había sucedido a mi compañera de labores, volvió cada una a sus responsabilidades. Sin embargo yo no podía apartar de mi mente el hecho ocurrido. Me sentí cubierta por una sensación de esperanza, de optimismo, de paz, de estar segura que somos gente a pesar de lo que nos rodea, que la cordialidad y la preocupación por el otro vencen al incordio de nuestra realidad.

El día, lleno de preocupaciones y asuntos por resolver, continuó con normalidad. Cuando el reloj marcó la hora justa, me dispuse a enfrentar nuevamente a Caracas en plena cogestión para regresar a mi hogar. En el camino, la estación de radio de la que soy asidua escucha transmitió la pieza La ciudad de la Furia, del grupo argentino Soda Stereo. Mientras cantaba en voz alta y no tan melódica junto a Gustavo Cerati, y ese organismo vivo llamado tráfico nuevamente me hacía creer que yo manejaba a mi antojo el vehículo, recordé la historia del centro comercial. Una historia sencilla y en singular, pero que me habla de la verdadera naturaleza humana.

Después de todo, y al contrario de lo que afirma Cerati en su canción, parece que si hay fábulas en la ciudad de la furia.

Ágata G.

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