“¡Adiós distinguida señora!”, murmuró el hombre desbordando esa sensualidad folclórica que los motorizados y trabajadores de la construcción en Venezuela –ellos, y solo ellos- transmiten con tanta naturalidad. De manera automática busqué con la vista a esta señora que se me antojaba mayor, elegante pero quizás anticuada, y hasta con un ligero sobrepeso. Pero sucedió que comprendí tal lisonja iba dirigida a mí, y en ese instante sentí que mi vida se dividía en un antes y un después: un antes, cuando me sentía miembro de ese segmento autodenominado adulto joven, y un después cuando de súbito la juventud, divino tesoro, se iba para no volver, como dijo Rubén Darío en su poema “Canción de otoño en primavera”.
Seguí mi camino con actitud de mujer desenvuelta, segura, altiva y con un toque de dramático histrionismo -debo admitir - aunque en mi mente bullían los pensamientos: “tensión cotidiana, preocupaciones domésticas, angustia política y económica, inseguridad, ¿y ahora, Distinguida Señora? ¡Mi existencia solo ha rodeado 35 veces al sol!”
Si bien el adjetivo ‘distinguida’, en su sentido exacto y propio, entraña la posesión de una característica descollante, resaltante o sobresaliente, en el coloquio de la calle y unido a la palabra señora me hizo sentir como una uva que al sol, inevitablemente se reseca. ¿En qué tiempo pasado había quedado dormida mi capacidad de obtener un vulgar “Mamita, ¿Todo eso es tuyo?”, un soez “Así me la recetó el doctor” o un dulce “Dios me la bendiga mi amor”? No se había hecho para mí tan palpable el hecho de que el tiempo transcurre inexorable como hasta ese momento.
Las mujeres venezolanas –sin importar cual sea nuestra procedencia: la más elegante urbanización caraqueña o el más humilde y recóndito pueblo del interior del país - debemos reconocer la trascendencia que tienen esos fogonazos de ingenio criollo y masculino en la percepción de nosotras mismas como ejemplares femeninos atractivos. Jamás lo admitimos, y hasta nos atrevemos a hablar de los piropos peatonales con tono de orgullo herido o de apocalipsis moral, comportándonos de acuerdo a aquel aforismo femenino de ¡Ante todo y todos: Dama!
Unos días después, ayudando a uno de mis retoños a hacer sus labores escolares, la vida se encargó de acariciar mi vanidad femenina un poco abatida. Con su voz todavía llena de ingenuidad infantil, mi hijo afirmó decidido: “Mamá, tú no te pareces a las demás mamás. Tu eres bonita”. En ese instante mi niño se convirtió para mí en un pequeño motorizado o trabajador de la construcción que vociferaba el más bello halago, y me hizo reflexionar: que el tiempo si transcurre indetenible, que llegará el día en que mi rostro manifieste la embestida de los años, y que definitivamente sí soy una distinguida señora que resalta por sus características personales, pero más importante aún, brilla por el hecho de ser amada y necesitada.
Por supuesto, ésta dama que les escribe siempre se regocijará escuchando los pícaros y subidos de tono piropos que son exclamados en las calles, sobre todo aquellos dirigidos a ella. Reirá contestando en su mente –nunca en voz alta-, que sí, ”todo eso es de ella,” o “Amen” al Dios te bendiga, sintiendo que su vanidad femenina se afirma; pero también se sentirá feliz de estar segura que en su vida hay cariños que la pensarán siempre hermosa, bonita y plena así el tiempo transcurra inexorable, y se note.
Ágata G.
Distinguida señora